lunes, 25 de enero de 2016

"Eduardo Giorlandini, el culto de la sencillez y la dignidad", La Nueva (24 de enero de 2016)

24/01/2016 01:01 A 15 días de su partida, Evedith Hosni evoca al "hombre del lunfardo", cuya mayor fortuna fueron sus libros, los que comenzó a regalar ni bien conoció la magnitud de su enfermedad. Ricardo Aure / haure@lanueva.com

Eduardo Giorlandini y Evedith Adal Hosni
Compañera de la última parte de la vida de Eduardo Giorlandini, Evedith Adal Hosni dice que podría recordarlo desde la dignidad, desde la cultura, también desde la comprensión o la educación, pero lo hace desde lo que en este símbolo bahiense fue una constante, un valor irreductible e inexorable: la sencillez.
“La sencillez y la bondad, virtudes que parecieran desdibujarse cuando la persona alcanza algún nivel intelectual, social o ninguno, en un medio cada vez más desafiante, competitivo, que obliga a la defensa o a la huida, son los dones más sublimes a los que se debe aspirar. Eduardo Giorlandini fue un claro ejemplo de ello, exterior e interiormente, pública y privadamente”, considera Evedith, docente, investigadora, especialista en historia, cultura e idioma árabe.
También afirma que dichas condiciones lo motivaban al disfrute de las cosas simples que rodeaban su vida y que cuidaba meticulosamente como reales tesoros. “Ni las fantasías, ni las superficialidades distraían sus pensamientos o deseos. Su mayor fortuna fueron sus libros; su enorme biblioteca que desde tiempo atrás, al conocer el grave diagnóstico de su enfermedad, fue cediendo en enorme cantidad. Puedo afirmar que en cada libro entregado iba algo de su enorme corazón”.
Modesto en el trato con los demás, caminante incansable hasta que sus fuerzas lo permitieron; hombre que disfrutó de la amistad de sus amigos, colegas, correligionarios y de los circunstanciales pasajeros de la calle, especialmente de aquellos que lo reconocían y acompañaban un trecho, como ese humilde anónimo que lo tomaba del brazo y caminaba junto a él.
Casi todos lo saludaban con simpatía.

--¿Usted es el hombre del lunfardo?

Y como era la pregunta más habitual, Eduardo respondía con una resignada sonrisa:

--Sí, soy el hombre del lunfardo.

Lo saludaban desde los vehículos, desde la vereda de enfrente... Todos le deseaban salud y suerte, como aquel que desde su bicicleta le gritó:

--¡"Tordo”, no aflojés..!

Con frecuencia, el “tordo” se emocionaba hasta las lágrimas.

“Debo confesar que quienes más lo atrapaban eran sus alumnos de todos los niveles: una multitud. Como maestro, constituían su más íntimo orgullo. Y ellos, con distintos gestos y palabras le expresaban su cariño: “Un abrazo, doctor”, “Chau, profe”, “Adiós, maestro”...”, agrega sin ocultar su emoción.
Evedith enfatiza que la sencillez lo hacía irresistible y que, sin proponérselo, lo engrandecía, lo iluminaba, lo agigantaba.
“Era algo magnético que calaba aun en los más indiferentes, y se convertía en un padre, amigo, maestro. Así vivió en su casa y fuera de ella. Su sencillez lo inducía a comprender y comprendernos a todos: a sus hijos, en los que siempre confió; a sus nietos, con los que jugando recuperó su niñez, y a mí, quien lo elegí todos los días y de cuya sabia sencillez aprendí lo que atesoro en mi equipaje”.

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